Ciudad adentro
Y luego como que se ponen de acuerdo, parece hecho
adrede. Estoy hablando de la noticia del bono millonario a los diputados por la
aprobación de las reformas (sí, un “premio” como los bonos que les regalan a
los futbolistas por cada gol) y, de manera paralela, la declaración de Agustín
Carstens y de los empresarios de cúpula, de que incrementar a 100 pesos (a no
en) el salario mínimo representa un riesgo para la economía.
De por sí, los sueldos de los burócratas de alto nivel y
de los legisladores son ofensivos, conocer ahora el dato de los bonos por
aprobar reformas y además, que no hay irregularidades en tal acción, es una
raya más pa’l tigre, un elemento
adicional para aumentar el sentimiento de impotencia e indignación y una
muestra más de la impunidad y los pactos perversos y contra los mexicanos que
se concretan y, eso sí, respetan los mandamases políticos de este país. Es una
desgracia.
No hay irregularidades porque, con todo el poder,
tuvieron la precaución –eso sí— para dar respaldo legal a la “subvención”
catalogada como “recursos extraordinarios”. Las denuncias de legisladores de
oposición que incluso han regresado los recursos (por lo menos lo han
intentado, primero a la Tesorería de la Federación, de donde salieron; y luego
ante el propio Congreso) incluyen el hecho de que los depósitos “cayeron” justo
después de aprobada cada reforma ¿coincidencia? No lo creo.
Los responsables de rendir cuentas a este respecto dicen
simplemente que están aprobados recursos extraordinarios para las bancadas, son
para sus gastos (¡pobrecitos!). En total, las subvenciones anuales para las
fracciones parlamentarias son de 900 millones de pesos, pesos más, pesos menos
(peccata minuta) que se manejan con
absoluta discreción.
Aparte de estas cantidades que van a parar a los bolsillos
de alguien, los legisladores tienen otras prestaciones que por sus montos
contrastan con las de los mismos burócratas, no se diga con las de los
mexicanos de a pie, como usted y como yo; porque aunque digan que no, aunque
cueste trabajo reconocerlo y no nos guste, hay mexicanos de primera y de
segunda, no por voluntad propia sino porque el diseño legal de este país y el modus operandi de la clase política y
del aparato burocrático a su disposición, así lo impone. Pero como escuché en
algún video recientemente compartido en Facebook: “¡allá hay un dios!”.
Quién sabe cuándo se hará o habrá justicia, imposible
saberlo, porque si acaso alguien tiene una idea, una iniciativa o propuesta
para reducir la brecha de la desigualdad en México, inmediatamente es aplastada,
acallada, ninguneada y hasta criminalizada por los poderosos, empresarios,
gobernantes y funcionarios privilegiados.
Me refiero ahora a la determinación de que aumentar a 100
pesos el salario mínimo representaría riesgos (nada más les faltó decir
“catastróficos, terribles”) para la economía nacional, altos riesgos porque se
dispararía la inflación (¿y qué hay de los gasolinazos y de los aumentos
constantes al gas y la energía eléctrica? ¿Eso no implica riesgos para la
economía cuando merman aún más el poder adquisitivo del salario?).
Lo peor es que esta postura, esta visión de la economía
que, ya se ha demostrado, resulta contraproducente y perjudicial ¡se mantiene!
No hay ejemplo contundente, ni experiencias en otros países, ni señalamientos
de economistas de primer nivel ni de expertos consumados, mucho menos de los
mexicanos (víctimas) de a pie, que logren cambiar la postura de los mandamases
en este país.
La desigualdad, el injusto reparto de la riqueza en
México es una de las deudas pendientes desde hace décadas y la clase política
no ha tenido la voluntad, pese a que le conviene, como a los empresarios, de
abatirla. Se avecina otra crisis económica global y México se rezaga porque el gobierno y la IP prefieren seguir a pie
juntillas los mandatos neoliberales y sacrificar a la gente. Así ¿cómo?
¿Cuándo?
Publicada en El Informador el sábado 9 de agosto de 2014.