sábado, 2 de abril de 2016

A ver si ahora

Ciudad adentro

LAURA CASTRO GOLARTE (lauracastro05@gmail.com)

Las guerras sucias de las últimas elecciones en México, desde 2006 de manera más clara y contundente y con mayor razón a partir del auge de las redes sociales particularmente Facebook y Twitter, no consistían sólo en soltar un rumor pernicioso y recurrir a los grandes medios de comunicación electrónicos para difundirlo.
Lo sabíamos, pero ahora con la noticia que se generó desde el jueves, confirmamos que los partidos políticos, específicamente el PRI, recurrieron a hackers profesionales para, según el mismo delincuente confesó y se da cuenta en la revista Bloomberg Businessweek: robar estrategias de campaña, manipular redes sociales para crear falsos sentimientos de entusiasmo y escarnio e instalar spyware en sedes de campaña de la oposición. Esto, sólo en la campaña de Enrique Peña Nieto y también en la de Jalisco por la gubernatura, de la que resultó vencedor Aristóteles Sandoval.
El escándalo es descomunal, sin embargo, como el PRI permanece en el poder, se ha atenuado el impacto en los mismos medios de comunicación que le son afines.
En la entrevista (ver: Bloomberg) el individuo que se llama Andrés Sepúlveda, dijo: “Mi trabajo era hacer acciones de guerra sucia y operaciones psicológicas, propaganda negra, rumores, en fin, toda la parte oscura de la política que nadie sabe que existe pero que todos ven”. Sí, lo sabíamos. Claro que en su momento no sirvió de nada a quienes expusieron y denunciaron e incluso ofrecieron pruebas, quién sabe si sirva ahora, no obstante, creo que la información, que en realidad surgió por otros asuntos porque el tal Sepúlveda purga una condena y es un hacker internacional, nos puede dar pie para varias reflexiones, por lo menos dos.

Andrés Sepúlveda. Fotografía: Bloomberg.
La primera de ellas dirigida a la sociedad, a los electores. La guerra sucia propiciada por las estrategias de Sepúlveda, además directamente vinculado con la extrema derecha en su país, Colombia, despertaron serias dudas que no sólo contribuyeron a fomentar el miedo, sino a manifestarlo en la decisión, en hacer proselitismo de manera abierta y hasta fanática o, en de plano abstenerse de votar.
Esta guerra sucia propició serias divisiones entre la ciudadanía, agrias discusiones y pleitos hasta familiares que en muchos casos persisten, porque ahora los reclamos, dadas las malas decisiones electorales que se tomaron entonces, son argumentos para echarse en cara aparte de los sentimientos de culpa, efectivamente por haberse equivocado.
La lección aquí es tener mucho cuidado con la propaganda electoral. En su momento me sorprendió que pese a la desconfianza que han sembrado desde hace décadas, la gente siguiera creyendo, pero así sucedió y ni modo, psicología colectiva, conducta de masas, no sé, otros expertos podrán analizar --y lo han hecho--, ese punto, pero que la certeza de la guerra sucia sirva para aprender de los errores y no volverlos a cometer en las próximas elecciones. La primera gran reflexión, pues, es para nosotros como ciudadanos y electores.
Y la segunda, claro está, para la clase política y para, aun cuando todos pueden contratar los servicios de hackers, tomar medidas contundentes que conduzcan a actuar de inmediato en la materia. ¿A qué me refiero? A modificar el muy conveniente diseño de las normas electorales que, a pesar de que se prueban y comprueban los fraudes y triquiñuelas, no han servido para revertir los resultados, ni para anular elecciones y ni para que se repongan los proceso, ni nadie rinde cuentas ni paga por sus crímenes comiciales. Está este asunto que se confirma cuatro años después y no se diga lo relativo a los topes de campaña, la compra de votos, los conflictos de interés y todo lo que también sabemos, pero que queda en la más grande de las impunidades. Esto tiene que parar. No son las formas de hacer política ni de ganar elecciones.
Este caso debe ser útil para modificar la ley electoral, endurecerla, y si alguien osa violarla, aplicarla de inmediato para anular resultados electorales, revocar mandatos o lo que sea que marque la ley, convenientemente diseñada a favor de la ciudadanía y no de políticos mañosos y traidores a la voluntad popular, para dar certeza otra vez, como hace pocos años se logró, aunque por un periodo en realidad breve en el contexto de nuestra historia.
No sé si los partidos agraviados presenten denuncias con esta confesión de Sepúlveda, no sé tampoco si sirvan para algo, pero las lecciones ahí están, a ver si ahora atinamos a aprender.

Columna publicada en El Informador el sábado 2 de abril de 2016.