Ciudad adentro
No conocí a Rubén
Espinosa personalmente ni a las mujeres que estaban con él cuando los
asesinaron; tampoco conocí a los muertos en Tlatlaya ni a los jóvenes
desaparecidos de Ayotzinapa; ni a las mujeres asesinadas de Juárez ni a los 42
migrantes de San Fernando Tamaulipas, ni los mineros de Pasta de Conchos. No
conocí a ninguno, no crucé palabra con ellos ni con ellas, no supe directamente
o de viva voz sobre sus vidas, sus proyectos, sus triunfos, sus fracasos, sus
sueños, sus preocupaciones, sus causas, sus dolores, sus miedos, nada. Y hoy, todos
ellos, son las noticias confirmadas de la situación de caos, de inseguridad y
del Estado contra su pueblo en nuestro país desde hace lustros.
Para muchos son
noticias de nota roja y si es posible pasar la página, se pasa, la vida
cotidiana es de por sí apremiante. No son buenas noticias, nos horrorizan, nos
erizan la piel y se nos anegan los ojos. Cada vez hay más personas que tratan
de alejarse de una realidad que no por eso se desvanece o desaparece. No basta
con voltear para otro lado y todos son importantes, las víctimas y los
testigos.
Los periodistas damos
cuenta de esta realidad, tenemos tan claro el concepto de noticia que hay colegas
que arriesgan sus vidas, que cubren frentes de guerra, de todos los tipos de
guerra, y cumplen con el cometido, mandan la nota, el reportaje y las fotos que
a los diversos públicos puede o no importarles; producen y envían para luego
volver al frente de batalla.
Los periodistas
mexicanos, salvo algunas excepciones por corresponsalías o enviados especiales,
por lo general no hemos cubierto guerras convencionales y para muchos, no es la
nota roja la máxima aspiración. Esa información que por lo general se publicaba
en las últimas páginas de los periódicos como un mal necesario, desde hace
varios años ocupa las primeras planas, un reflejo inequívoco del avance del
crimen organizado y de la corrupción asociada.
Desde siempre se ha
intentado callar a periodistas de manera permanente pero los asesinatos de
comunicadores, fotógrafos y reporteros se han incrementado de manera
exponencial, tanto, que internacionalmente México está ubicado como uno de los
países más peligrosos para ejercer el periodismo porque no sólo es la cobertura
de la nota policíaca y del crimen organizado, sino la exposición del
involucramiento de burócratas de distintos niveles.
Es común que cuando
algún colega es asesinado se trata de inferir o de por lo menos sembrar la duda
con relación a su ética, a su honestidad; sin pruebas ni testimonios. Es una
forma de evitar las investigaciones y los resultados.
Todas las muertes y
asesinatos en estas condiciones son deplorables e indignantes, pero un periodista
siempre duele más, porque arriesga su vida para exponer transas y chuecuras,
negligencia, negocios turbios… otras formas de la guerra, tiene que ser una
guerra para que tantos pierdan la vida a manos de otros, de los que protegen
sus intereses y no tienen escrúpulos.
Rubén Espinosa como
todos sabemos ahora, dejó Veracruz porque había sido amenazado y en la capital
del país enfrentó serios problemas para encontrar trabajo ¿cuántos como él y no
lo sabemos? ¿Tenemos que conocer sus historias porque los mataron? A las
amenazas, a los homicidios, hay que sumar los atentados diversos y cotidianos a
la libertad de expresión y las mismas condiciones de trabajo. Son asesinados de
otra forma bajo el fuego de algún otro tipo de guerra.
Y mientras la
indignación cunde por este crimen, el Estado mexicano no sólo no se pronuncia,
ni actúa más allá de permitir la propagación de rumores difamatorios, sino que
quien está al frente se atreve a decir que México está mal pero que hay países peores,
como para rematar, como un golpe bajo, como un misil durante la tregua.
Columna publicada en El Informador el sábado 8 de agosto de 2015.